El Tiempo, el Arte y Mi Hija
- artcafeine
- 13 may
- 3 Min. de lectura

He sido padre. Y ahora pinto distinto.
Todavía me cuesta decirlo en voz alta sin que algo dentro de mí se remueva. “Padre” es una palabra que lleva consigo un peso inmenso, una responsabilidad infinita. Ahora todo se organiza alrededor de ella. Y, entre tantas cosas, hay una que ha cambiado de forma especialmente brusca: el tiempo.
El tiempo, que antes me parecía lineal, disponible, hasta predecible, se ha vuelto materia invisible, frágil, intermitente. Tengo mucho menos tiempo que antes. No se trata solo de dormir menos o de reorganizar mis horas. Es la desaparición de los huecos, de los silencios prolongados, de esas tardes enteras que se deslizaban entre una pincelada y otra.
Y, sin embargo, dentro de todo esto, hay una calma inesperada. Una conciencia distinta. Como si cada instante tuviera ahora un valor más denso, más vibrante. Como si al perder tiempo, lo ganara en otra forma.
Pienso en el futuro. En los momentos que aún no han sucedido, pero que ya imagino con vértigo. Pienso en ella creciendo, cogiendo lápices de colores, dibujando en la pared sin pedir permiso, manchándose las manos de témpera. Pienso en nosotros compartiendo el arte no como herencia, sino como juego. Como idioma compartido.
Me pregunto cómo será su primer acercamiento al arte. Y al mismo tiempo, recuerdo el mío.
Yo empecé a dibujar antes de aprender a hablar. Fui un niño de habla tardía. Durante mucho tiempo, mi forma de expresarme fue a través del lápiz y el papel. Mis padres todavía cuentan cómo podía pasar horas encerrado en mi mundo, rodeado de colores, mientras todos esperaban que dijera algo. Y lo decía, pero de otra manera. Con trazos. Con formas. Con historias mudas que solo yo entendía, pero que me hacían sentir seguro.
Picasso decía: “Todos los niños nacen artistas. El problema es cómo seguir siéndolo al crecer.” Yo creo que lo fui porque no me quedaba otra. El dibujo era mi lenguaje. Y en ese silencio lleno de color, encontraba algo parecido a un hogar.
Por eso, cuando pienso en mi hija y en el arte, no lo hago desde el deseo de que siga mis pasos. Lo hago desde el deseo de que encuentre su forma. Sea la que sea. Que si algún día siente que el mundo no la escucha, tenga una vía para hablar a su manera. Que no dibuje por obligación, sino por necesidad. Como yo.
Ser padre me ha hecho volver al origen. No al origen del arte como carrera, sino al arte como impulso vital. Antes de las técnicas, del estilo, del mercado, existía solo el gesto. La necesidad. El juego.
Auguste Rodin decía: “El arte es contemplación. Es el placer de la mente que penetra la naturaleza y adivina el espíritu del que está detrás.” Ahora entiendo que esa contemplación puede suceder también en medio del caos. Entre pañales y llantos. Entre biberones y noches sin dormir.
Tal vez ahora pinte menos. Tal vez mis obras tarden más en terminarse. Pero las miro distinto. Las hago distinto. No con prisa, no con ansiedad, sino con una especie de humildad nueva. Con la conciencia de que cada minuto en el estudio es un regalo. Y que la vida, incluso en sus interrupciones, alimenta lo que hago.
Quizás el arte no es solo lo que producimos, sino también lo que dejamos latente, lo que soñamos compartir.
No sé qué tipo de relación tendrá mi hija con el arte. No quiero proyectar en ella nada que no le pertenezca. Pero sí deseo que sepa que existe. Que es un refugio, una herramienta, una posibilidad. Que no hace falta hacerlo “bien” para que tenga sentido. Que lo imperfecto, lo inacabado, lo torpe, también puede ser precioso..
Y deseo que, cuando pintemos juntos —porque estoy seguro de que ocurrirá—, yo también me permita ser torpe. Que no le enseñe cómo se “debe” hacer, sino que me deje guiar por su espontaneidad. Que en lugar de marcarle caminos, aprenda a caminar a su lado, y a descubrir con ella la belleza de no saber lo que viene.
Quizás, en esos momentos, vuelva a encontrarme con aquel niño que dibujaba en silencio antes de hablar. Y quizás, gracias a mi hija, aprenda de nuevo a mirar el mundo con ojos llenos de maravilla.
Ya soy padre. Y ahora pienso distinto.
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